No es sólo el mérito de sostener más de 4 horas con constantes cambios de personajes e intercambio de roles, que también, y sobre todo. Es, además, el mérito de tener a un público entregado durante más de 4 horas sin moverse de la silla más que en dos breves descansos de 10 minutos en los que apenas da tiempo a ir al baño, sin mirar el móvil ni comer nada. Que es, por cierto, uno de los pocos fallos de 1936, la obra de teatro que se ha representado en el Centro Dramático Nacional español en Madrid. Un reflejo de lo poco incorporados que están los cuidados en una sociedad que vive en la cabeza y que llama más la atención si cabe en un ambiente teatral en el que se presupone que el cuerpo está más integrado. Una cafetería móvil integrada en el teatro Valle Inclán podría haber sido una buena idea. Y ver 1936 hace años habría resultado muy distinto.
Los pelos de punta ya ante el saludo nazi al inicio de la obra, entre imágenes de los Juegos Olímpicos de Berlín y las Olimpiadas Populares de Barcelona en 1936, solo unos días después de ver recorrer el mundo la imagen de Elon Musk en la segunda toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Como el bombardeo te lleva inevitablemente al teatro de Mariúpol y su ataque aéreo en marzo de 2022, o la estampida de las tropas te recuerda a la desbandada de soldados ucranianos del frente. En las escenas de un Guernica devastado ves Gaza, cuya destrucción se parece demasiado a la de la ciudad vasca, a la que tampoco pudo entrar la prensa internacional ni la Cruz Roja y que antes del ataque fue acordonada, cortada el agua para que no se pudieran apagar los incendios y sin posibilidades de llegar los bomberos a rescatar a la población civil.
Demasiadas similitudes del mundo de ayer con el de hoy en una obra que acertadamente recuerda las cifras de religiosos asesinados, uno de cada siete sacerdotes y 1 de cada 5 frailes, sin comparar en ningún caso un régimen democrático con un golpe de estado ni los medios con los que contaron uno y otro bando, dado que no lo son. Y que sí, siempre podría haber matizado algo más esa versión edulcorada de una República cuyo bando, como bien dice, también se contagió de la brutalidad del contrario. Un fascismo que quería borrar del mapa la democracia, con un José Antonio convencido de que en Falange no necesitaban para nada los votos, como piensan hoy tantos dirigentes del mundo, y que nunca está de más recordar en estos tiempos de hoy.