Me está costando mucho digerir la muerte de Marta Molina. Todavía no he sido capaz de borrar los mensajes que nos intercambiamos durante toda la pandemia. No llegamos a vernos y me queda esa tristeza. Que si salgo de viaje esta semana, que si ella recibía a una amiga ese fin de semana… ¿En qué momento podemos tardar semanas en responder un mensaje o volver a conectar? Lo siguiente que supe fue que había fallecido. Me enteré por twitter. No fui capaz de ir al tanatorio a despedirla. No me sentía con fuerzas de verla muerta cuando no habíamos logrado quedar estando vivas.

No llegamos a ser amigas, así que no se me llenará la boca hablando de nuestra amistad, como ella temía. Marta y yo fuimos compañeras de carrera. Coincidimos años después cuando yo trabajaba en la Asociación Nacional de Informadores de la Salud (ANIS) y ella en la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), donde nos veíamos habitualmente. Fuimos compañeras y nos unía un cariño que, me consta, era mutuo. Estábamos confinadas cuando por redes sociales me enteré de su enfermedad. La última vez que charlamos, hablamos de que dedicarse al periodismo ya no merecía la pena. Me dijo que cuando se recuperara, ella quería un trabajo tranquilo y escribir ficción.

Marta tenía un talento del que yo carezco. Como escritora y como periodista. La admiraba profundamente, como mujer y como periodista, desde que estudiamos Periodismo en la universidad. Devoraba los reportajes que ella escribía en la revista Periodistas de FAPE. El jueves 29 de junio a las 19:00 horas su familia y amistades (las de verdad) le rendirán un homenaje póstumo en la Secretaría General Iberoamericana de Madrid, España.